A las doce del día la casa era un balneario. Confluían los seis hijos, nietos, amigos y todo tipo de personas con las cuales alguien del grupo tuviera relación. Irrumpían felices, en vestido de baño mojado, con arena en los pies y corrían para ganar o reservar el turno en la única ducha que había. No existían reglas. Por el número de platos servidos solo Inés y Ernesto, como cabezas de familia, sabían cuántos podían estar hospedados. Parecía una pequeña torre de babel.
La casa, ubicada en línea recta unas ocho cuadras de distancia al mar, tenía un estilo particular, ni moderno ni antiguo. Un patio interior con jardín al cual confluían los cuatro cuartos. Las puertas de doble hoja las batía el viento de día y noche, así estuvieran cerradas. Había camas de variados tamaños, modelos y colores regaladas por cada tronco familiar y acomodadas una seguida de otra creando una imagen de internado colegial. Un gran patio exterior con árboles de ciruela, níspero y guayaba motivo por el cual siempre había refrescos en la nevera. Los techos muy altos aireaban las habitaciones y de noche la luz era insuficiente para leer.
La amabilidad de la pareja para recibir visitas, por días, meses, incluso años, hizo al clan aprenderse la muletilla paterna: “después de cerrar todos cabemos… de alguna forma”. Por esta razón, más la atracción del mar, concurrían variedad de visitantes. La casa se veía florecer, pues, con los ingresos de Ernesto, quién había acumulado prestigio, en la región, por su laboriosa tarea de venta de medicamentos podían celebrar bodas, bautizos, cumpleaños y hasta velaciones de los que murieron por la época.
Sus hijos se fueron marchando, aunque volvían por algún motivo, excepto Lucero y Gustavo, los menores, quienes permanecieron en la casa como sombras. Desde niños fueron muy cercanos. Él decidía si jugaban a las escondidas, a la estatua, o a la vuelta del mundo. Lucero no se oponía y si él ganaba, que lo sabía de antemano, le gustaba verlo saltar de alegría y que le besara las manos varias veces. Se acostaban en el corredor, frío en contraste con el calor del día, a leer historias, viejas, de artistas y noticias, ocurridas en otras partes del mundo. En las noches de tempestad se refugiaban en alguna de las dos camas para pasar el susto de los relámpagos. Además, el que se durmiera primero cobijaba al otro y apagaba la luz.
Sin embargo, Inés, altiva, con su cabello recogido en un moño como un monumento y cuyo sonido de las pepas del rosario le recordaba el rezo diario, quedó disminuida después del desplome de su marido. Aconteció un día, inesperado, al encontrarlo en el baño, pálido y sin respiración. Fue su compañero inseparable y complaciente en el propósito de mantener la familia unida. Él con su contagiosa alegría impuso teorías, aun contradiciendo la religión católica, como aquella que en el momento de la muerte se podía hacer tránsito a otra cosa, por ejemplo, en flores, animales o ruidos. Inés las aceptó y aseguró días después de la muerte de Ernesto como florecieron unas veraneras en el patio interior.
La tristeza de Inés no se hizo esperar. Tuvo que regresar Jacinta pues la presencia de Gustavo y Lucero, los menores, no contaba para ella. Jacinta, heredó de su padre la charla entretenida y de su madre los achaques. Estaba en la mediana edad, viuda, y ya sufría de una inflamación, ruidosa, del colon. Su voz se oía por la casa así estuviera callada. Empezaba un cuento sin terminar el anterior. Se agravó, muy pronto, con el mal de lengua y murió el día que no pudo cerrar la boca. Clausuraron la habitación. Sin duda, reencarnaría en ruidos.
De pérdida en pérdida Inés decidió renunciar a vivir. Se despidió con un “hasta luego” y exhaló. Fue el último entierro multitudinario de esa casa. No hubo llantos, ni comida, ni refrescos para los asistentes, como tampoco las sillas alcanzaron para el velorio. Las paredes desvencijadas y los muebles maltrechos daban cuenta de la difícil situación. Acabado el novenario Gustavo y Lucero en señal de duelo cerraron una hoja de la puerta de entrada.
Por su parte, Gustavo había dejado de trabajar, aún vivos sus padres, y se acomodó al salario y después a la pensión de Lucero. Conservaron su soltería y se dedicaron el uno para el otro. Mientras Lucero cocinaba, él hacía la limpieza o arreglaba la ropa. Al principio iban juntos el mercado después solo salía él. Por la tarde hacían ensayos musicales, dramatizaban canciones que jamás cantarían en público y Lucero, además, tejía. Abandonaron los amigos y permanecieron, por años, solos en la casa.
Fue en ese momento de aburrimiento senil cuando ocurrió el vendaval. Lucero tejía un chaleco gris para Gustavo y él des enmadejaba el hilo. El viento empezó a desprender las tejas dañadas. Arrancó marcos de ventanas o los que quedaban. Fue inundándose la casa por el mal estado de los desagües. Los árboles del patio estuvieron a punto de desprenderse. Escucharon la voz recia de antes y un olor a animal enfermo impregnó el lugar. Cerraron las habitaciones y, aun así, el ruido y el olor persistieron. En la cocina se abrieron cajones y una tos en el pasillo les hizo insoportable su existir. Caminaron agarrados en el reducido espacio del que disponían. Intentaron encontrar el origen y no fue posible. Gustavo, desesperado, le dijo:
–¡Parece que nos llegó la hora!
–¡Así es! Resolvámoslo de una vez. –Le dijo Lucero.
A su vez, él le respondió:
–¡Tienes razón! ¡No tenemos nada que hacer ante la llegada de los visitantes!
Arreció la lluvia, él buscó las llaves de la puerta de entrada, cerró y las arrojó por una ventana a la alcantarilla. La tomó de la mano y se acostaron en la cama de Lucero.
La redacción es tan amena , que parece vivir cada momento que se lee.
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Que rico seguir leyéndote , siempre llegas a las personas con tus escritos tan amenos .👏👏👏👏
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