Vida útil

Mi nacimiento ocurrió en Lucerna-Suiza, pues de ahí son mis progenitores y responsables de que cada día sea un sujeto mejor. Lucerna es una ciudad de muchos amores, personas amables y su inolvidable arquitectura perpetúa mi raíz helvética. Hablamos varios idiomas, en especial el alemán y por haber vivido en diferentes países puedo considerarme ciudadano del mundo. Con orgullo llevo por nombre, un poco peculiar, Ascencio. Me defino como un individuo en movimiento.

Para que conozcan algo de mí, les voy a contar cómo vivo el día a día y cómo me relaciono en el oficio para el cual estoy bien preparado. Un día, hace 37 años, después de viajar muchos kilómetros, quedé establecido en el edificio Longines, en Bogotá, Colombia. Mi propósito ha sido servir, ser útil. Al establecerme, mantuve atención por conocer a los residentes y recuerdo que fueron los Rodríguez la primera familia en llegar al lugar. Sorprendidos por mi excelente aspecto hicieron signos de complacencia con el pulgar. Me sentí satisfecho de lo bien que pasaríamos. En esa mudanza estuve alerta, pero ellos, quizá por ignorancia, taparon uno de mis ojos. Aún no lo saben, lo cuento aquí, mi ojo izquierdo tiene una comunicación más que especial, directa, con el cerebro y después de algunos segundos de estar cerrado, entro en estado cataléptico. Por esto, ¡siempre despierto!, es mi lema.

Sin embargo, nos las arreglamos ese día. El trabajo se hizo difícil cuando comenzaron a entrar trastos viejos y nuevos, maletas, colchones pesados, muebles de toda clase, cajas, talegos y un sinnúmero de cachivaches. Hice malabares. Para colmo esta familia llegó con un perro, de mascota, el mísero animal entró moviendo su cola, con vanidad, me lamió, levantó una pata y a pesar del grito ¡uche!, del señor Rodríguez, fue demasiado tarde, corrió un hilo delgado, de agua, por encima de mí. Se disculparon, claro y quedé oliendo a perro y francamente lo consideré injusto porque, además, de las miserias humanas que tendré que ver estará la de los animales.

Después continuaron los demás, uno tras otro, cada día, hasta llegar a identificarlos. Cuando suena el trombón es el cubano del segundo piso, serio, de calva brillante y saluda inclinando la cabeza. Si escucho música rock, sin duda, son los estudiantes del quinto. Ellos se peinan, arreglan el cinturón y los cordones de los zapatos en mi presencia. La olla pitadora, a media mañana, es la anciana Lulú, en el día sube y baja varias veces, ya se le olvida el piso de su apartamento. La bicicleta, el hijo de la viuda del sexto, menos mal el marido ya no está. Era incómodo escuchar a ese señor pidiéndole cuentas de lo mínimo.

Otros momentos han sido divertidos y esperanzadores, por ejemplo, los del 302, vivían al principio, el niño y Ella. Cuando Ella llegaba sola, organizaba sus senos con las dos manos frente al espejo, bajaba su falda, daba media vuelta y tomaba aire ocultando la barriga. Al salir por las mañanas me dejaba (desagradable, pero no me importaba), una bolsa de basura con las sobras del pollo y el ripio del café mezclado con cáscaras de banano. Los jueves ingresaba un joven alto, de pelo crespo y salía bien bañadito. La primera vez que la vi, abrió unos grandes ojos, azules, almendrados y no pude evitar sorprenderme con su belleza. Desde ese día, y pese a mi trabajo, fantaseé con desabrocharle su blusa estrecha para succionarle los pezones hasta los estertores de la muerte. Lo intenté con el cierre de la puerta, y al entrar en pánico, Ella, me arrepentí.

Una mañana me sentí cansado, lento, y sin deseos de iniciar mi trabajo. Los años no vienen solos, pensé, o requiero un descanso, aunque soy el único en prestar este servicio, de tal forma que, si se estropea algo de mi naturaleza se produce un caos y me responsabilizan de las consecuencias. Menciono el suceso con don Pedro. Un caballero. De pronto escuché los gritos: ¡llamen el elevador, opriman el botón, que don Pedro está desmayado!  y preciso me atacaron los temblores, oí un ruido como chasquido de dientes y una pequeña explosión. Quedé a oscuras, paralizado y descontrolado sin poder ayudar. No supe de la suerte del amigo. Pero sí imagino las palabras usadas, por la comunidad, para referirse a mí.

Además, lo mío, parecía serio. Seguí en un limbo, inmóvil y preocupado, ya no por la suerte de mis vecinos sino por la mía. Nostálgico, pensé en aquellas épocas cuando éramos jóvenes y nada nos dolía, hasta disfrutábamos de un mal día. A mi llegada, hubo alegría. Los arquitectos del edificio se felicitaban por tener el mejor acompañante en su trabajo. Armaron las piezas, entre ellas, el patín, la cabina, el sistema de palancas, puertas, espejo y lo más importante la memoria central, electrónica y autónoma, como el cerebro controlador de movimientos. Después de un trabajo arduo, hicieron la rutina de subir y bajar, se iluminaron los números del tablero, hasta doce, correspondientes al número de pisos a donde puedo llegar y confirmaron mis excelentes condiciones para iniciar la atención a los habitantes de esta propiedad. Era nuevo y enérgico. Dijeron, en esa oportunidad, que por el tipo de oficio debía tener chequeos periódicos, algunos, no se cumplieron en su totalidad, por aquello del costo, pero si restaron tiempo a mi vida útil.

En esos pensamientos llegó mi doctor, el técnico, e hizo movimientos de cables, me exalté por un momento y sentenció: hay un corto circuito de la mayor gravedad que ha quemado la memoria central y debe ser traída desde Lucerna-Suiza, donde queda la fábrica matriz de los ascensores Schindller.

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