
Han transcurrido tres horas y la señora Lulú sigue sentada en su silla de ruedas. El calor exige a los pacientes abanicarse con sus propias manos y el especialista asignado es el único, luego hay pocas opciones.
Se abre una puerta y con el dedo, el doctor nos indica donde acomodarnos. Él tose. Muerde de una empanada ya empezada. Intenta explicar, tocándose el estómago, que tiene hambre. Le suena el teléfono fijo y da información de sus excelentes servicios. Suena el celular y alguien le recuerda un dinero para pagar a los trabajadores de la finca, se deduce por la respuesta. Él confirma ¡Sí mi amor, sí mi amor!
Enciende un portátil e introduce un CD sacado de una caja, llena de ellos, que mantiene al lado. Pregunta por el número de cédula de la paciente y teclea en susurro, sí, no, aceptar. Se ríe. Deja ver un diente brillante con algunas migas de arroz entre los demás. Se estira y levanta las manos por encima de la cabeza. Se le ven pelitos argollados en el tórax y manchas en las axilas de la camisa. Suena la salsa y la tararea.

Atormentada por la espera y el dolor, la señora Lulú, mira el reloj y le dice:
-Es que me estoy quedando sorda doctor, tocándose su oreja izquierda.
El doctor levanta la cabeza y le brilla su joya dental.
¿Cuántos años tiene?
¿Cómo? ¿cómo, doctor? ¿Qué dice? Es que me estoy quedando sorda. Contesta ella.
¿Queeeé- cuántos- años-tiene? Levantando la voz
¡Ah! noventa, noventa años!

Él se levanta como autómata. Cierra su bata. Acomoda su lámpara de minero y ayuda a pasar a la paciente a la silla del examen. Coloca un embudo de cobre en el oído izquierdo. Por el orificio agrandado introduce una pinza delgada y filuda. Presiona y mira. Hace cara de admiración y se retira un poco de la paciente, mientras la salsa sigue sonando. Yo le pregunto que si puedo mirar. Me avisa con el dedo y se quita para que lo haga. Me llevo la mano a la boca y el doctor hace señas de que no diga nada. La señora Lulú estornuda y respondemos al tiempo ¡Salud! Llama a su auxiliar de consultorio y le pide otra referencia de pinza. Le trae una más grande en forma de hoz y se va asustada. Hace malabares, ausculta. Yo le digo, doctor ¿le ayudo? Lo veo sudar y el seño fruncido. Le coloco una mano en el hombro derecho a la señora Lulú y le digo que tranquila que ya vamos a salir de este impase y ojalá para toda la vida. Tiene arcadas.

Ante un nuevo intento, por fin toca la bola como semilla germinada a punto de florecer. Y grita: ¡Ya está! Casi se me escapa de nuevo. La señora Lulú dice, entre dientes, que tiene mareo. El doctor lucha con su precisión y empieza a desenvolver con cuidado la raíz. Enrolla y enrolla, con ayuda de las pinzas, como una madeja de hilo.
Yo sigo de cerca a mi señora Lulú y se ha encogido hasta quedar en posición fetal. El doctor solo puede mirar por el embudo sin perder la concentración de cómo desenrollar ese nudo encontrado. La salsa aún no termina de sonar.

Agotados le pido ayuda a la auxiliar del doctor y mientras ella sostiene el embudo y las pinzas el doctor va al computador, vuelve, tararea la salsa. Se le ve nervioso. La auxiliar, dándole unos golpecitos en la mejilla, le recuerda a la señora Lulú que no se preocupe porque se encuentra en las mejores manos. Y la llama:
-Señora, seee-ñooo-raaa, ¿ahora si nos oye?
El doctor suelta las pinzas, rueda la pelota y se desenvuelve en el consultorio. Ha dejado de sonar la salsa y se ha apagado el brillo de su joya dental. La señora Lulú seguirá florecida para siempre.
