Después de dos años de parálisis mundial, por la pandemia del COVID-19, finalmente se dio apertura a la movilidad y con ella, la autorización de entrada, más o menos libre, entre países. Estuvieron muchas familias y amigos separados, agobiados, desprotegidos y tristes por la adversidad. Así mismo, en su reencuentro, los que lo logramos, recibimos alguna recompensa.
Esa parálisis interrumpió, de forma abrupta, mi programa frecuente de visitar en el exterior a una parte importante de mi familia, hija, nietos, yerno, sobrinos, familia extendida y amigas. Ante el horror del contagio y la muerte nos encerramos e hice lo que muchos seguramente hicieron. La rutina de ejercicios con profesor virtual, consulta de los saldos bancarios, transferencias y certificados en la app del banco; aprendí a declarar renta “on line”, leí los periódicos digitales, hice pedidos de comidas y mercado a domicilio puestos en el ascensor sin contacto personal; varias veces al día oí el movimiento de la curva del contagio, que, sí aplanaba decían unos, otros, que no; asistí a cumpleaños por zoom; participé en misas y entierros de personas caídas por el virus, así mismo, asistí a festivales de literatura, conferencias, cine y debates sobre la maestría en Escrituras Creativas que recién, tres meses antes, había tomado la decisión de realizar.
Mi recurso de tomar el sol por el resquicio de la ventana y reemplazar el faltante con el abecedario de vitaminas de la A a la Z fue saludable. Algún día tuve que esperar el timbre para recoger un pedido, lo abrí, era mi nueva impresora. El manual en internet, el video de instalación en YouTube, perfecto, mejor que en la tienda, lo puedo repetir y demorar las veces que quiera y nadie objeta mi lentitud en su manejo. No compre regalos de cumpleaños como tampoco recibí. No hubo necesidad de maquillaje, mi cabello estuvo como quise y no como decían los demás. Usé zapatos y ropa cómoda; escuché música variada. Me buscaron los bancos y hasta Netflix aumentó la oferta de servicios. Hice las tareas, leí, leí y leí; aunque mi voz perdió el tono conocido y las palabras no discurrían como antes anhelé y disfruté esa extraña libertad. Llegué a pensar que no quería una nueva normalidad, como decían. Parecía haber alcanzado la plenitud.
Sin embargo, un día me di cuenta de que el celular estaba bajo de energía y después de hacer la rutina diaria el tv hizo clic y quedo en negro. Esperé un rato mientras me bañaba, abrí las ventanas, y me alenté diciendo que ya llegará. Quise averiguar la razón y no hubo comunicación, intenté bajar y no funcionaba el ascensor, me asomé a la ventana y escuché pitos con el semáforo apagado. En estas circunstancias necesité un café, imposible. Debía avisar sobre el incumplimiento de mi cita médica virtual, no tenía teléfono y el internet había desaparecido. Me pregunté ¿qué estará pasando en el mundo? Me preocupé ¿el senado aprobaría el Fracking? ¿Se estarán muriendo los conectados a un respirador? No lo sé. Necesitaba salir. El tapabocas, mascarilla, chaleco antifluido, pero y ¿a dónde ir? Todo se encontraba cerrado por el apagón. Aquí reconocí que estaba sola (incomunicada) en el mundo. Recordé a Jimmy el protagonista de la trilogía de Margaret Atwood cuando se dijo en voz alta: “–Ahora estoy solo, solo, completamente solo. Solo en el ancho, ancho mar”. A lo mejor, fui víctima de un ataque de pánico.
De tal forma, que cuando abrieron las fronteras geográficas había terminado la maestría, con resultados asombrosos para mí, y añoraba ese reencuentro ya casi convertido en familia metaverso. Los quería tocar, verlos sonreír, enojarse. Quería conocer todo lo ocurrido con ellos durante ese largo tiempo entre la pandemia y la apertura; y qué sorpresa, logré el viaje con tiquete premiado.
Inglaterra pertenece al Reino Unido y es el país de mis referencias. No solo por mi relación familiar con él sino porque la cotidianidad es sencilla, todo funciona, y está inmerso en historias de piratas, reinados, escritores, músicos, palacios y una gama de particularidades, como el timón de los carros del lado derecho, su moneda diferente de Europa, entre otras cosas, que lo hacen atractivo. Hay reglas y se cumplen. Aunque no todo es perfecto, claro está. Habíamos visitado la ciudad, que siempre visito, https://es.wikipedia.org/wiki/Stratford-upon-Avon, la ciudad de William Shakespeare, su teatro, ahora remodelado, casa, librería, donde se recrea un mundo literario alrededor del escritor y su familia, entre otras curiosidades.
A poco de estar allí me informaron que saldríamos a un concierto de Carlos Vives, en París, e íbamos todos al continente, en carro. Así que partimos desde el centro del país hacia el sur oriente por la M25, bordeando Londres, hasta llegar a Folkestone para atravesar el canal de la mancha por el eurotúnel. Cruzarlo dentro de nuestro carro en un vagón de ocho o diez vehículos pequeños a sabiendas de que navegas por debajo del nivel del mar, es de las maravillas, para admirar, hechas por la ingeniería de Francia y Reino Unido. Todo discurre en medio de la cantidad de personas que hacen el mismo camino de ida y vuelta. Desembarcamos en Calais, Francia, otro idioma, otras condiciones y costumbres. Nos esperaba el concierto con hispanoamericanos cantando todas las canciones del artista que las oye con orgullo. Una experiencia sin igual.
París sigue siendo esa ciudad, bella, imponente, que permanece a través de los siglos. La conocí hace 18 años. Los vestigios del incendio de la catedral de Notre-Dame y su reconstrucción se han convertido en objeto de turismo. Hay movimiento de inmigrantes que han tomado posesión de la ciudad. Nos hospedamos durante tres días, con intensos recorridos a pie, disfrutando sus croissants, crepes y demás. El Sena, de siempre, que atraviesa la ciudad con sus barcos repletos de turistas y citadinos y cuyo recorrido es imprescindible para comprender la razón por la cual la llaman “ciudad luz”, o “ciudad del amor”. Sus parques, cafés en pleno verano, ardiente, invitan a permanecer afuera siempre.
Nuestro siguiente destino fue Konstance, Constanza o Bodensee. Entre Alemania, Austria y Suiza.

Recorridos largos por la campiña francesa y alemana cultivada de maíz (luego, ¿no es americano el maíz y ahora lo importamos?), girasoles y una visual de agricultura en constante movimiento, aprovechando el verano. Las torres de energía eólica acompañan el paisaje como si fueran los molinos de viento de Cervantes, los techos de las granjas están siendo cubiertos con paneles solares contrastando lo viejo y lo moderno. Carreteras hechas para no volverlas a hacer, amplias, señalizadas, para diferentes usuarios, peajes de acuerdo con el recorrido, sin contacto personal puesto que muchos están digitalizados. Entradas y salidas de ciudades entrelazadas con diferentes países, Suiza, Alemania, Francia, Austria y otros, por avión, carro o tren. El lago se convierte en un mar, donde este no existe, y hace de divertimiento social. Se alimenta del río Rin con una transparencia difícil de comprender para los que conocemos el río Bogotá.

En este lugar el desplazamiento es relativamente fácil para conocer la reserva o parque forestal Mainau, las cristalinas Cataratas del Rin, dispuestas para llegar, a través de barcos, hasta el lugar más cercano a su caída. De regreso paramos en la ciudad Francesa Amiens y visitamos la catedral Notre-Dame, también, patrimonio de la humanidad y reliquia de la época gótica clásica. Y muchas más sorpresas que alimentan el espíritu y hacen superar los momentos difíciles de la época de la peste. Fue una verdadera lotería haber comprado un TIQUETE PREMIADO. Gracias, Gracias, Gracias.

Que buen relato. Me encantó
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Gracias, seguiremos
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Me gustó tu relato , me gustó conocer tu vivencia durante la pandemia y la recompensa después de la pandemia . Que buen tiquete y si , muy premiado de muchas experiencias y vínculo familiar .👏👏👏
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Hola: A veces no valoramos lo suficiente un «tiquete premiado» y hay muchos en el día a día de nuestra vida
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Gracias por compartir tu Linda experiencia
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Hola gracias por tu comentario
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