
¡Este año han florecido poco las trinitarias!, le digo a Isa mi cuidadora permanente. Ella me responde lo mismo de siempre, –mucha lluvia o mucha sequía señora Ofelia–, dando por sentado que se me ha olvidado su respuesta. Tiene algo de razón pues empecé a luchar contra el olvido. El de los amigos, el de la familia y el de mi cerebro. Cada día descubro uno más: el libro que acabo de leer, la película que vi, las pastillas que debo tomar, el día de la semana en que estoy, los nombres de familiares y encuentro que se han borrado de un plumazo, la razón por la que contar, leer y anotar, en pequeños papeles, se han convertido en un instrumento eficaz de esa lucha.
A Isa le he dicho (es ella quien no lo recuerda) que las veraneras, buganvilias, o buganvillas, como también les llaman, tienen una relación directa con mi cerebro pues el año de la muerte de Antonio estaban florecidas, con su color fucsia luminoso. Cuando no las veo bellamente florecidas me parece que los eventos importantes de la vida están haciendo parte del olvido.
Y entonces le cuento, así recuerde que se lo dije, desde el día en que después de la muerte de su padre, la madre les notificó que debían vender la finca y trasladarse para Cartagena. Es viejo relato y a muchas personas no les interesa, pero en mi memoria es como el presente. Esa finca era vecina de la nuestra y se llamaba La Perla. En las vacaciones nos reuníamos, en cada una, mis cuatro hermanos, la hermana de Antonio y él. Disfrutábamos de la rutina y nos subíamos en los corrales de madera a presenciar el encierro del ganado a las cinco de la tarde. Había bajado el sol lo suficiente para no sentir calor y La Perla entraba en acción. Murmullo de vaqueros, olor a café con panela, relinchar de caballos y pasos rápidos para abrir y cerrar portones. Los animales cabalgados salían a toda marcha para recoger y seleccionar el ganado. A un lado los toretes y terneros, las vacas del otro, listas para el ordeño a las cinco de la mañana, del día siguiente. Los zancudos hacían estragos en nuestras piernas y después de ver como el color rojo de la tarde se volvía grisáceo pasábamos a la comida del arroz con coco, carne de res guisada, tajadas de plátano maduro, frito y el guarapo (agua de panela con limón), y a compartir con los trabajadores la sesión de cuentos macabros.
Antonio a mi lado contaba los más escalofriantes. Refería aquel ocurrido en la finca llamada La peor esquina. Y decía: Por las noches se oían botas en los pastizales. Una luz de linterna recorría los corrales, los bramidos se confundían con los ladridos de los perros, las gallinas se bajaban de los árboles y a los niños les tapaban la boca con una almohada. Después se hacía un silencio de terror. Mientras él relataba hacía la representación para obtener mayor atención. Un sábado santo el dueño de una de las tiendas, de una equis vereda, permitió la organización, en el patio de su casa, de un fandango para dar la sensación de que no estaban atemorizados. La cita tuvo éxito porque llegaron como 200 personas. La banda musical tocaba animada y las personas bailaban con sus velas encendidas cuando un ruido de motor y sus luces estrafalarias los alertó. Al rato se oyeron tiros, no se sabía de dónde solo caía la gente ensangrentada y sin vida. El dueño salió a buscar a su mujer creyendo que habían cesado los disparos y al atravesar la pista de baile por encima de muchos muertos, una máscara le gritó: ¡Ah con que te querías volar hijueputa y le disparó a la cara! Los ojos aterrados quedaron colgados en la enramada. Después fue reconocido por la ropa. ¡No sigas! le gritábamos y él contestaba: ¡No sean gallinas!, esto es un cuento, eso no a pasar. El día que pase estaremos bien jodidos. Entonces nos juntábamos unos contra otros en el suelo. Solo el aviso de la hora de dormir lo interrumpía.
Esos y otros relatos quedaron truncados por su traslado a Cartagena. Mi padre vivía enamorado de esa finca. Había escuchado al papá de Antonio decir que vio en la llanura de la sabana y en un alto una casa blanca, de techo rojo, rodeada de trinitarias fucsias enredadas en el cerco y llena de árboles. Que fue como encontrar en una noche de pesca, en el mar, una concha y al abrirla ver una perla. De ahí el nombre. El día de entrega de la finca fuimos todos de luto. Después de lo de rigor él me llevó de la mano, detrás de la cocina, y nos sentamos en las pilas de heno que guardaban para los animales. Me apretó contra él, nos besamos y me dijo: si en cinco años estamos solteros ¿nos casamos? Y yo le contesté, acepto. Dimos varias volteretas en el suelo y nos tocamos nuestros sexos. Yo tenía 17 y él 18. Isa se sonroja pues no cree que recuerde con tanta precisión estos detalles mientras olvido si iba para la derecha o para la izquierda. La entiendo y me da risa.
Ambos éramos gorditos, a él se le notaban los huecos dejados por el acné y a mí un diente torcido en el frente dando la sensación de dentadura de conejo. Así que nuestro gusto por el otro no incluía la belleza y la figura delineada, sino el placer de estar cerca y la empatía con la que nos conectábamos. Perdimos contacto por un tiempo largo. Yo supe de su matrimonio, él de mis relaciones y vinimos a encontrarnos en Cartagena, en un evento de la empresa donde yo trabajaba y él tenía un contrato. Ese día, también está presente, me enteré de su esposa e hijos y que se había hecho Ingeniero con énfasis en obras civiles. Yo me hice Ingeniera también, pero con especialidad en Gestión de proyectos, parecidos pero diferentes. De tal forma, que tuvimos tema para conversar durante los tres días del seminario. Intercambiamos teléfono y dirección. Nuestra comunicación continuó de esa forma amistosa, cómplice y divertida. Nos reíamos de todo.
Isa que es especialista en cuidar a personas como yo hace cara de felicidad y con una sonrisa dice: “seguían enamorados”. Creo que sí, le digo a veces, otras, dependiendo del estado de ánimo al llegar a este punto, afirmo que no. Así que hoy, cuando he visto pocas trinitarias florecidas, en el jardín, ella intuye mi deseo de repetir alguna de tantas anécdotas y tiene la paciencia suficiente para escucharlas. Ella sabe que, en el tránsito de tener el disco duro del cerebro lleno y la posibilidad de quedar en blanco, este repite y repite lo contado sin darse cuenta. Pues bien, un día, del mes de Julio, creo, no recuerdo el año, lo llamé desesperada y le dije: –Antonio necesito tu ayuda. Sin preámbulos me respondió, –¿Qué necesitas? Y con esta respuesta empezó nuestra real relación.
La llamada fue entrecortada. Tuve que cerciorarme del nombre del sitio y cuando lo confirmé, me dijo: –Son Los Montes de María y ¿Qué haces ahí, a esta hora? Eran las siete de la noche. Le conté que venía por la carretera hacia Cartagena, en un carro de la empresa, e Isa que conoce la historia me recuerda: –lea mejor lo que les dijo a las autoridades. Me pasa el escrito que entregan como constancia de la denuncia y que ella guarda como pieza de museo. Se lo leo:
Al llegar a la curva número 42 el vehículo frena en forma sorpresiva. Las llantas chirrean. Se ladea por la velocidad que trae y se endereza de nuevo. Como si dijeran –¡Luz, cámara, acción! hay dos tractomulas atravesadas en la carretera, dos buses de servicio público, con los pasajeros alrededor, y otros, estacionados en un círculo. Es un Toyota blanco conducido por Pedro, va un hombre joven que le llaman el ingeniero y yo, mujer, de mediana edad, de nombre Ofelia. Viajamos por esa carretera pues la otra era peligrosa, y con la intención de llegar al aeropuerto para tomar un vuelo a Bogotá. El carro llevaba dos maletas, maletines para los computadores, chaquetas para el frío y una que otra botella y frutas. El ingeniero va sentado en la parte de adelante con el conductor.
El carro se estaciona en el lugar indicado por un militar que camina hacia el conductor, se acerca y le hace señas para que baje el vidrio de la ventana, le pide documentos, averigua por la marca, modelo, radio y cantidad de gasolina en el vehículo. Es extraño para Pedro, lo refleja en su cara y movimiento de manos, pues en sus años de trabajar como chofer eso no se lo habían preguntado y queda corroborado con su comentario, entre dientes: –¡No son del ejército! Lo dice con franca seguridad para quien ha sido reservista, de primera clase, del mismo. Yo me alerto, calzo mis zapatos, me cruzo la mochila por entre los brazos y creo poder hacer algo. Echo una mirada y me asusto al ver muchos jóvenes corriendo de un lugar a otro, quizá, diciéndoles a las otras personas hacer lo mismo, –estaciónese allá o allá.
Sin saber de dónde aparecen como hormigas muchos hombres y mujeres, con un pañuelo negro y rojo a la altura de la nariz y brazalete con letras ilegibles. Están armados y les pesa el fusil. En medio del alboroto, uno grita con voz desafinada –¡Rápido, rápido, bajen de ahí, esto es una emergencia, no les va a pasar nada! Impresionada les digo: –creo que me voy a orinar y sostengo la vejiga. Bajamos de los carros y con las manos detrás de la cabeza, contra los vehículo somos requisados. Reparten volantes de un movimiento que dicen luchar por un pueblo, mientras que otros marcan con aerosoles los carros con las iniciales de su grupo. Las siglas no las pude retener hay tantas que se confunden y si algunas las creía desaparecidas surgieron con más consonantes. Nos hacen subir de nuevo al vehículo y, entre muchos, somos conducidos como rebaño y puestos en fila en una trocha, fuera de la carretera, con propósito desconocido.
El mutismo se apodera de la situación. Nuestras caras parecen de personas en camino hacia el infierno. En medio de consignas repetitivas, los jóvenes disparan, al aire, se apretujan en los carros para escapar hacia el cerro. El último no puede acomodarse, se desespera porque la caravana se empieza a mover y en un afán toca el vidrio de la ventana donde ahora he quedado sentada y suelta mi frase salvadora: –bájese, bájese, esto no con usted.
Es obvio que me perdí, pues, lo que quiero contar es por qué Antonio sin muchas preguntas sabía lo que debía hacer: que me retirara del lugar, llegara a Cartagena, me recogía en un taxi y desde su casa, al día siguiente, haríamos las denuncias. Para él fue evidente que había estado en un retén de la guerrilla, estaba libre y en estado de shock. Seguí sus instrucciones y cuando me subí al bus alguien dijo: ¡Usted estuvo en el retén, ¿cierto? Lo acaban de decir en las noticias.
Esto es nuevo para Isa. Algunas veces agrando o reduzco las historias y ella no entiende cómo me salvé. Le explico que el que tocó el vidrio de la ventana, del carro y me gritó: bájese, ¡bájese esto no es con usted! al ver que no me movía y como sorda rompió con la cacha del arma el vidrio de la ventana, abrió la puerta, me agarró fuerte del brazo y me sacó torpemente al montículo de la trocha. Arrancaron como alma que lleva al diablo patinando sobre ese barro como caucho. Parecía un guion de película con libreto improvisado. Así que hundida en los huecos de barro, encima de un reguero de bolas de vidrio, con la vejiga a punto de estallar, me pare creyendo haber sido perforada por las balas.
Al volver la mirada hacia arriba ahí estaba el cerro de vegetación espesa, verde, el cielo azul, limpio de nubes y los carros luchando por perderse en el camino. Caminé por la trocha embarrada durante media hora hacia la carretera. A lo lejos, se veía el vapor expelido por el pavimento como pequeñas llamas vidriosas y la media luna de tenderetes con sus aromas a chicharrón recalentado, a café negro hervido todo el día y la radio a todo volumen. Al llegar a este lugar me abrí paso por entre el tumulto en busca de un baño. Me ofrecieron un excusado, como le dicen: hueco negro, infinito, con un sanitario sin tapa y cisterna, con paredes y techo de lata en donde, a pesar de todo, descansa la vejiga y el cerebro se relaja. Empezó a armarse un círculo de personas que con murmullos, lamentos e historias a medio contar esperaban ansiosas las respuestas de por qué estaba ahí. De alguna forma celebraban la suerte de ellos y la mía.
Se fueron los buses con sus pasajeros y las tractomulas empezaron a arder. –¡Van a explotar!,–¡No! –¡No se preocupen!, alguien dijo, –¡está controlado el incendio! El olor a llanta quemada se propagó. Se oscureció el sector. –¡Agua helada, agua helada! Aturden en coro los lugareños. Para ellos se vuelve normal, para otros, sus ventas mejoran. Y dicen: –Ajá usteé entiende esos muchachos necesitan los carros, pero más tarde los regresan. –Esto ocurre todos los días a cualquier hora y agradezca que está libre. Sí. Me sentí agradecida de no haber subido a ese cerro. No recordaba que en mi mochila había cartera, celular, cepillo de dientes y pinza para las cejas, me alegré e hice la llamada a Antonio. Ante esta situación de indefensión la invitación de él fue mi tabla de salvación. Jamás lo olvidaré, creo.
Isa que es como mi memoria caché, archiva lo que no puedo o no quiero retener, se interesa por lo sucedido y pregunta: ¿y qué pasó con los compañeros? ¿Quiénes eran? Y ¿Qué más hizo después? Ella es la historia viva. Puede guardar, seleccionar, borrar y hacerme repetir. Pero será mañana otro día de extravíos de la memoria y ojalá amanezcan florecidas las trinitarias.
CONTINUARÁ EN LA PRÓXIMA ENTRADA AL BLOG.
Tus letras salen de tu linda alma, gracias por existir y por estar en mi vida.🌺🌺🌺
Me gustaMe gusta
Gracias Diana 😊😊😊
Me gustaMe gusta
Volviste a revivir recuerdos
Me gustaMe gusta
Antes de que la memoria haga estragos. Gracias por leer. Un abrazo
Me gustaMe gusta
Tu historia es sutil y entretenida, pero tiene una profundidad de la cual se pueden escapar temas culturales, de la vida cotidiana de la región, la belleza de los Montes de María que caminábamos a pie descalzo y donde nos bañábamos en el río y pozas. Evoca el antes la libertad y el después la violencia, la sosobra. Saber que muchas personas en Colombia fuimos víctimas directa e indirectamente de el hecho tan común que tu describes… ha sido impactante y lo he leído varías veces. Te quiero y gracias por escribir y compartir.
Me gustaMe gusta
Un excelente comentario Andre. Analizaste muy bien. Feliz de que sirva de entretenimiento y a la vez de refresco de la memoria
Me gustaLe gusta a 1 persona