Razón para la defensa. Parte II

Con el tercer aguardiente los personajes se tuteaban y creían tener semejanzas aun sin entender Peralta cuál era el motivo de la tristeza del abogado. Entre risas y confianzas el exmagistrado Fernández empezó a leer la otra parte de la declaración de la vecina con el fin de dar a entender el problema.

Nuestra comunicación era permanente por Internet; parecíamos niños con juguete nuevo, en cada objeto lo veía a él. Yo quería vivir con Carlos que me recitaba versos de Machado y desenredaba mi trenza hasta hacerme doler el cuero cabelludo. Teníamos tiquetes y maletas solo esperábamos la transferencia del dinero a mi cuenta para marcharnos. Sin embargo, ocho días antes dejó de responderme los mensajes. Me desesperé. Ante mi insistencia y disgusto respondió con el trillado argumento “de dejar todo así” y querer continuar con su familia con los quehabía construido un patrimonio y prestigio y que esa abnegada mujer, palabras de él, se había sacrificado durante más de veinte años y no iba a pagarle de esa manera tan ruin. ¡Diatriba moral, señor fiscal! Cambió de un momento a otro. ¿Por qué no lo pensó cuando nos revolcábamos en diferentes moteles y hacíamos planes para vivir juntos? Me siento haber sido echada a la basura como un trapo viejo. Esta es mi situación: soy la esposa de una persona importante, vivo en el mismo edificio, me retiré del trabajo, tengo una hija y estoy sin dinero. ¡Es un maldito traidor, merecía esa muerte y otras más!, así sea en el más allá recordará que con los sentimientos no se juega.

    Atando cabos Ramón Peralta se siente profesional de las leyes y entrevé posibilidades de cómo pudo haber muerto el señor Carlos Aguirre. Empero, el abogado, a la medianoche, extrovertido con su interlocutor le cuenta que el 30 de octubre, día de la muerte del señor Aguirre, Rosalía se había encontrado, con este, a las cinco de la tarde en el motel El Paraíso. En la cita, ella pidió dos copas de Brandi, las de siempre dice en la declaración y le habla de su tiempo perdido y de la situación en la que quedaría con su decisión. Lloraron cuando él le contó que el dinero había desaparecido de su cuenta. Pero que después de vaciar las copas asegura con sentimiento de culpa, que tendría que asumir las consecuencias de lo hecho. Además, sale temblorosa del lugar situación extraña porque ella es decidida. Camina hacia el apartamento y tiene carro, se acuesta vestida y más tarde es la primera que escucha los gritos. Y termina diciéndole que la tal Rosalía es Rosalba Linares, su esposa. 

       –¿Cómo es posible doctor? ¿Su esposa? Con razón su estado. Pero el hijo y la esposa del muerto pudieron también haberlo matado. Leamos la parte de la esposa.

 Pasaron los días y fue hasta el 30 de octubre en la noche cuando oímos, antes de lo acostumbrado, el tintineo de las campanitas chinas. Salí a su encuentro. Contó del fracaso del viaje, fuera del país, al Congreso Mundial de Psiquiatría. Se veía inquieto y pálido. Entró al baño y escuché como un vómito. Me pidió agua aromática. Manifestó ganas de ducharse.  Octavio me miró y se fue al estudio. Encendió el computador.Señor fiscal, los latidos de mi corazón lo presentían. Carlos regresó en pijama y encontró la página abierta del banco y un correo para Rosalía. Agarró a Octavio por el cuello de la camisa, le dio una cachetada. Arrancó los cables del equipo, cayó el monitor al suelo y lo destruyó a patadas dispersándose los pedazos por todas partes. Se cagó en los calzones y sudaba. Pensé en un infarto. Solo dijo: –los voy a denunciar, ladrones de mierda– y tú, increpó a Octavio ¡Eres un farsante con tu padre! Se empezaron a dar golpes y Carlos le gritó que lo iba a matar.

Señor fiscal, nos habíamos transformado en verdaderos animales rabiosos. Trastrabillando cayó encima de la mesa cerca al ventanal. Octavio dio un portazo y se fue.

¿Y usted que hizo?

–Aproveché su inestabilidad y le lancé varios golpes, le grité que se pudriría en el infierno. Trató de defenderse. Le aruñé la cara. Pudo agarrarse y no lo hizo. Con el golpe acabó quebrando el vidrio.

¿Y por qué no lo ayudó? ¡Usted sabía lo del vidrio flojo de la ventana y que por eso tenían muebles ahí!

–Porque en mí no había lugar para la compasión sino para la venganza. Estoy destrozada con lo sucedido.

¿Qué sabe de su hijo?

-Desde esa noche no viene a dormir

¿Y el dinero?

-Se confirmó la transacción a la cuenta de Octavio.

¿Su hijo estuvo en la escena de los hechos?

-En parte. Él es inocente.

-Confirme sus datos personales.

– Sí señor, me llamo Isabela Perea y esa es la dirección de la casa de mi madre.

  –Son unos hijos de puta, perdón doctor, pero eso es lo que se me ocurre.

Peralta no aclaró a quién se refería. Pese a ello, pensó en el siquiatra como ¡pobre hombre! ¡entre esas mujeres heridas, lo mataron!, la solidaridad de género caviló. Como dicen en las películas: los motivos. Muchas conjeturas y con sorna razonó que de tanto estar entre abogados ya sabía mucho. Se sintió aliviado con él mismo. Suspiró fuerte. Han pasado las horas y la noche evidencia su sosiego con la incesante lluvia. Observa los papeles y deja la mirada fija en el rostro pálido del abogado; cualquiera estaría confundido con la idea de un delito en la red, un homicidio o un suicidio. No obstante, mantuvo su boca cerrada. El doctor Fernández mostró deseos de llorar.

–Mañana cuatro de marzo es la audiencia y estoy asustado, le dijo.

¿Por qué?, preguntó Peralta sorprendido. Usted es un buen abogado. Se lo dice un amigo, si así puedo clasificarme.

–Pues es que estoy defendiendo a Rosalba de las acusaciones de la familia del siquiatra porque el examen toxicológico del vómito dio positivo de sustancia letal.

¡Doctor!, exclamó Peralta. Su mujer lo mató primero y después la esposa y encima el hijo le roba el dinero de la cuenta.

–Sí. Así es Peralta. Seré el hazmerreír de la justicia cuando se sepa la verdad en el juicio.

–Dime ¿Qué harías tú?

Peralta tragó saliva. Estaba seguro de tres delitos y que el exmagistrado tenía mucho que perder. La hija, prestigio, patrimonio y a ella ya no le quedaba nada. Se había cobrado la deuda, si a eso pudiera llamarse así. Sin delicadeza y convencido le dijo.

¡La perdonaría!, doctor. A esa mujer la perdonaría. Puede decir que es por su hija y ese cuento de la familia y bla-bla-bla.

El abogado mostró mortificación con la interpretación. Había un delito difícil de objetar y aceptó concentrarse en esa salida. Encorvado sobre los papeles se quedó pensativo. Parecía una buena razón para la defensa. Empezó a arreglarse el cuello de la camisa. Por primera vez en la noche vio su reloj de nuevo. Guardó los documentos en el maletín y miró a Peralta con complicidad.

–Voy a pensarlo. Tráeme la cuenta y se paró.

Peralta fue por la cuenta y le entregó el abrigo. El abogado le dio una palmada en el hombro y salió. La lluvia seguía y la neblina hacía más fría la noche. Sonaron los canutillos de la cortina de guadua en el zaguán que conduce a la salida.

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