Al sonar los canutillos de la cortina de guadua que separa el zaguán del salón, Ramón Peralta, dejó de lavar los vasos, secó sus manos en el delantal, bajó el volumen de la radio y salió al encuentro del cliente.
–¡Buenas noches doctor! ¡Está usted empapado! ¿Viene solo?
Se lo preguntó por la costumbre de verlo en grupo. Le recibió la gabardina mojada, el paraguas y lo acompañó hacia una de las mesas del rincón. La luz proyectaba una sombra amarillenta sobre el resto del lugar.
–¡Está muy fría la noche! –le habló de nuevo.
Después del bullicio del día se cierran los negocios y el centro de la ciudad queda en aparente silencio; en cambio, su bar permanecía abierto hasta pasada la medianoche, no obstante, ese día ya no había clientes. Peralta, experto en atender abogados, especialmente litigantes, intuía que éste no vendría por comida, a lo mejor por un aguardiente. El visitante sin mirarlo, incómodo, quizá, por la barba sin rasurar y los ojos rojizos colocó el maletín encima de la mesa y le dijo:
–¡Parezco un pájaro de invierno! ¡Sírveme dos tragos!
Vuelto a la barra, a media luz, lo vio sacar un paquete de papeles, mojar de saliva su dedo índice, buscar con afán algunas páginas y marcarlas con un doblez. Al regresar con las copas y, ante la insistencia, aceptó la invitación de acompañarlo. Él los conocía y evitaba intimar con ellos, más bien escuchaba las historias judiciales sobre todo aquellas donde había uno o varios muertos. Alguna vez pensó en que él era un abogado frustrado. Curioso leyó: Expediente 102006-7.
–En la vida el dinero y el éxito valen una mierda. ¿No crees? Dijo el abogado.
–¡No diga eso doctor!, a veces las cosas graves tienen una solución simple.
–Es complicado. Llevo años ayudando a arreglar las tragedias de otros y hoy me encuentro como ánima en pena. ¿Me comprendes?
–¡Sí doctor! Está solo y se le ve triste.
Peralta entendía poco lo que podría ocurrirle a este personaje a quien, en otras ocasiones, lo llamaban de varias mesas como exmagistrado Fernández. En su memoria mantenía viva la figura de mediada estatura, delgada, de traje completo, corbata de colores llamativos, cabello corto, entrecano y bien peinado. Alcanzó a envidiarle su reloj grande, brillante y fino, mirado a cada segundo como un tic. En este momento, por el contrario, lo veía pequeño, desamparado y confundido. Mostró amargura por su estado.
¡Estoy herido de muerte! –Abrió el documento en una de las páginas señaladas. Escucha.
–Bueno yo no sé de leyes –lo interrumpió Peralta. Al tiempo que ponía una mano sobre los documentos. –Escasamente terminé el bachillerato. Y continuó: mi experiencia y capital es este bar.
–Claro que lo sé. Esta será una conversación de hombre a hombre y espero discreción absoluta. No debes contarle ni a tu esposa, si es que tienes.
–No tengo esposa, señor.
–¿Por qué? No te lo había preguntado y nos conocemos hace muchos años.
–No hablo de eso en el bar. Alguna vez me sentí traicionado y la ira no me ayudó.
Era la primera vez que Ramón Peralta le contaba a un cliente algo sobre su vida y alguien de su bar se lo preguntaba. El abogado Fernández se interesó y le pidió, sin embargo, que le escuchara, pues era la razón para estar ahí y empezó a leerle.
LOS HECHOS
Noviembre 11 de 2001
LA VECINA
Oí gritos y crujidos de vidrios rotos. Al asomarme por la ventana vi gente, agolpada, en la calle alrededor de un cuerpo ensangrentado. Por la barba espesa lo identifiqué. Un sudor frío recorrió mi cuerpo. Subí por las escaleras y toqué la puerta del apartamento 502. Abrió Isabela. Con las manos temblorosas se tapó la cara y dijo entre sollozos: ¡Dios mío que hicimos!
Señor Fiscal vi la cortina de la sala que se mecía por el viento. Los muebles estaban en desorden y los adornos rotos en el suelo indicaban la gravedad de lo ocurrido. Ella caminaba en la sala de un lado para otro y yo parada en la entrada le pregunté qué había pasado. Con tono despectivo me dijo que llamara a la policía.
Eso hice y me fui. Al escuchar las sirenas bajé a la calle quería colaborar en algo. Me pasaron una sábana blanca y lo arropé. Guardé la esperanza de que estuviera vivo y con ese pijama delgado sintiera frío; pero los del CTI, eso decían sus batas, empezaron a recoger muestras. Tomaron fotos. El médico, o quien haya sido, confirmó su muerte y la necesidad de autopsia. ¿Autopsia?, pregunté con sorpresa y me retiré del lugar.
Ramón Peralta se extraña de que un caso de suicidio o asesinato, en un apartamento, le produzca tanta tristeza y desazón a un personaje importante de las leyes. En su mente los abogados son como los sicoanalistas no se involucran en los casos. Después de toser y moverse de un lado para otro no sabe si opinar o guardar silencio. Se motiva por conocer los sucesos. De su propia iniciativa trae dos tragos más de aguardiente y se los toman de una sola levantada de brazo. Con este gesto el exmagistrado se sintió más cómodo para seguir con la declaración de la esposa del muerto.
Noviembre 10 de 2001
LA ESPOSA
Octavio, nuestro hijo, entró al cuarto un día y me entregó varias hojas impresas. Dijo que había estado leyendo el correo electrónico de su papá y esos eran algunos de los mensajes. Al principio dudé porque ellos discutían mucho. Pero cuando dijo con seguridad ¡míralas! ¡léelas! ¿No te das cuenta? te engaña con una mujer. Palidecí. Lo abracé. Sentí deseos de vomitar. Me contó sobre las claves y el manejo de las cuentas bancarias de su padre y que no me imaginaba quien era la tal Rosalía de los correos. Le pedí me dejara resolver, a mi manera, el problema con su padre.
Señor Fiscal: Carlos se veía como un prisionero, vagaba de la cama a la sala, al computador a la cocina. Parecía llevar un piano sobre la espalda. Ha sido una humillación para mí saber que los años de trabajo en el laboratorio clínico y en el hogar fueron insuficientes para merecer su fidelidad. Después de dar vueltas en mi cabeza por encontrar una solución decidí hacer algo definitivo.
–Está claro que el hijo y la esposa están involucrados porque la ira no ayuda, dijo Ramón Peralta, sin pensarlo mucho.
Tenía razón en parte. En las investigaciones el móvil o razón que induce un delito es importante y ¿si fue un accidente?; de tal forma que el experto no podía confiarse del análisis de Peralta y aun así no era claro por qué tanta tribulación del abogado. Era un caso más, entre muchos, ¿por qué necesitaría una opinión? Inquieto empezó a recordar su propia historia de hace más de diez años cuando se vio involucrado en la denuncia por maltrato a la mujer con quien vivía. Delante del juez y en un ataque de soberbia e ira la agredió por lo que fue sancionado con un año de cárcel y una caución. Esa experiencia lo hizo dedicarse al bar y condenarse a cualquier relación amorosa permanente.
¿Hablaste de la ira? ¿Tienes algo que decirme, Ramón? Cuéntame.
Y Peralta, menos contenido, le contó que a su mujer la veía salir de falda corta, ceñida y los senos a punto de reventar los botones de la blusa. Parecía feliz. Sus grandes ojos le hablaban. Buscaba darle gusto en sus caprichos de gimnasio para mantener piernas firmes y buen estado físico, eso le decía ella. Y no podría sospechar algo diferente si de noche entre las sábanas saltaba como gacela, suave y perfumada. Así llegara tarde, con la excusa de los turnos en el hospital, pues era auxiliar de urgencias, para él no estaba cansada. Creyó que lo amaba. Pero un día le encontró unos tiquetes aéreos para un viaje de una semana a Cartagena y ella le había informado que iría a visitar a una amiga en el eje cafetero. Cuando regresó de sus diligencias la enfrentó y terminó agrediéndola, de ahí a lo del juez fue rápido. Reconoció su estupidez por esa escena de celos e ira contra ella y lo peor frente al juez. El abogado con una mirada de pesar se solidarizó con Peralta sin dejar de considerar que su situación era diferente.
Continuará…
Tocó esperar la segunda parte para conocer la historia del abogado y su sentir …
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Mañana la tendrás
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