Regalo al viento

            Carmela se sobresaltó con los toques en la puerta. Al interrumpir la hora somnolienta esperó otro aviso que justificara la parada de su cómoda mecedora. Era la una de la tarde y como las visitas se esperan después de haber bajado la resolana, con el otro timbre se dirigió al portón y abrió. No reconoció a la mujer esbelta, con gafas, grandes, y sombrero que la saludaba por su nombre. La voz le pareció familiar y la abrazó. La visitante le dijo:

            –Soy Isabel, ¿me recuerdas?

Al identificarla se abrazaron de nuevo como indicando en ese gesto que algo las unía. La hizo entrar y la condujo al antiguo y fresco recibidor. Los viejos muebles, el patio interior colorido de trinitarias con vista hacia la cocina. Una al frente de la otra se miraron con recelo para pronunciar la primera frase. Habrían pasado veinte años desde la vez que Isabel tocó esa misma puerta y, cogidos de la mano, con Ernesto, salieron radiantes para el mar. Ahora, estaban diferentes. Carmela, vestida de negro, de manos arrugadas y manchadas, y su cabello blanco. Isabel, de caderas anchas y falda larga, blanca, comparada con los shorts que usaba antes de irse, se veía como una mujer de la televisión. La primera en hablar fue ella.

–Tomé un vuelo desde Buenos Aires después de leer la noticia.

–Gracias, es gentil de tu parte. ¿Prefieres un refresco o un café?

–Un café, por favor.

Mientras Carmela vuelve de la cocina, Isabel mira los cuadros y la foto tomada, por los dos, de la calle estrecha de balcones florecidos con el nombre escrito en una placa: Calle de la Moneda. En esa foto solo faltan ellos. Conmovida, abrió la cartera para sacar un pañuelo y Carmela, al observarla, la interrumpió.

         –¡Yo no he llorado un solo día! ¡No lo hagamos ahora, por favor!

         –Tienes razón, discúlpame, no quise importunarte.

         –Tómate el café, lo vas a necesitar.

  Se fue hacia un mueble con cajones y extrajo de él varias fotos. Escogió una.

         –¡Esta es para ti!

Ante el temor y negativa de Isabel, ella le insistió.

–¡Tranquila, recíbela, él me pidió, entre susurros indescifrables, que te le entregara! Estuvo seguro de esta visita. Fue un hijo maravilloso. Renunció a casarse pensando en tu regreso.

         –¿Te contó algo sobre nuestra separación? Le preguntó con humildad.

         Carmela no pareció escuchar el intento de una conversación civilizada. Continuó la descripción de por qué en la foto aparece con el lado izquierdo de la cara cubierto con una venda. La razón, le explicó, tuvieron que cortarle parte de la mandíbula inferior, una oreja y un ojo. Y la bufanda le protegía la herida de la traqueotomía. Le detalló las noches de insomnio de su hijo después de irse y cómo lo tuvo que consolar, muchas veces, dando tiempo a su regreso. Una sola llamada habría bastado para mejorar el estado emocional de él. Isabel intimidada, también empezó a hablar del día, cuando sentados en la muralla le explicó a Ernesto su propósito de estudiar y conocer el mundo y él, sin ninguna reacción, le respondió que prefería ese lugar fresco, aireado y sin afugias de trabajar al lugar incierto y congestionado que ella buscaba. Se dieron un beso y su radical despedida fue caminar hacia el lado contrario con un: “nos vemos en la eternidad”. Cuando ella quiso volver a mirar él había desaparecido. Además, la familia sabía cómo localizarla. También esperó a que alguien lo hubiera hecho.

            –Y prefirió dejarte que abandonarme. ¡A la madre no se le descuida bajo ningún motivo! -replicó Carmela.

            –Pues, precisamente fue una de las razones por las que me fui. No cabíamos los tres. Lo amaba, sí. Pero los hijos no son comprados y discúlpame, yo he venido de lejos a darte mis condolencias.  

            Carmela no tenía intenciones de oír explicaciones tardías; ella deseaba cumplir el compromiso hecho a su único hijo, antes de morir. Así que regresó al cajón y sacó dos fotos más. En una, Ernesto está sin venda, se nota la cavidad oscura del ojo y una pierna con una cicatriz enorme. Sin consideración le mostró la otra:

            –¡Mira!, aquí lo alimentaba por un conducto hacia el estómago, porque al hacer metástasis, el cáncer, no hubo nada, mejor, que hacer.

            –Esto es insólito, no quiero ver más su desintegración, ¿por qué lo permitiste?

            –¡Porque era mi hijo!

            –¿Y eso te dio derecho a dejarlo sufrir?

            –Lo hubieras visto tamborileando con los dedos la música, que nunca le faltó, e intentaba sonreír cuando le decía: esta es la sopa, y le inyectaba por la manguerita su compuesto de vitaminas.

            –¡Que cruel eres! ¿Qué quieres de mí?

            –Si hubieras estado acá, las cosas habrían terminado diferente.

            Isabel se cubrió el rostro con las manos y empezó a llorar. Sintió deseos de salir de ahí de forma inmediata. Si bien hizo su vida, en otro país, lo recordaba. El día que vio la noticia de su muerte, lenta y desafortunada, decidió viajar a darle un abrazo a Carmela, cerrar el círculo de su viejo amor, imaginar sus andanzas como nadadores extremos, reconocer su sensibilidad por el atardecer y sentir de nuevo la admiración de los antiguos amigos.  

–¡No llores!, ¿quieres llevarte un poquito de sus restos?  La hizo volver a la realidad.

–Es suficiente con lo que he visto, gracias no es necesario. Mejor me voy.

            Sin embargo, Carmela parecía preparada y poseída. Se paró, se persignó y abrió una caja ubicada encima de una mesa. Sacó otra de plástico y empezó vaciar su contenido en la otra. La brisa sopló fuerte y espolvoreó las cenizas encima de los asientos, en los vestidos y mientras más agilizaba la demencial operación más venteaba. Le entregó la caja. Isabel asustada y triste salió, se fue sin despedirse, hacia el malecón.              

El mar con sus espumas amarillentas golpea el muro que protege la calle. Desapareció la arena y las palmas fueron reemplazadas por materas de colores. Isabel, perpleja, se sentó a buscar un punto de referencia conocido. Con la caja encima de las piernas la abrió. Colocó la foto en su interior y esperó a que la brisa y el mar hicieran lo demás.

6 comentarios sobre “Regalo al viento

  1. Una historia interesante, bien estructurada que nos recrea las intimidades de tragedias familiares. El toque magico, impregnado en su desarollo, nos sumerge tiempos pasados de la colonial Cartagena de Indias. Me gusto’.

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